lunes, 12 de abril de 2010

Tonto el último.




Lo recuerda perfectamente. En cuanto llegaba el verano, iban todos a corretear por la playa. Se enterraban vivos y hacían sus necesidades ahí donde empezaban los pinos.
Porque en la playa no eran niños. Eran guerreros. Andaban medio desnudos, con palos y amuletos. Los hacían con algas secas, conchas y piedras. Y se gritaban entre ellos. Y les gritaban sus madres. También comían tarde y a bocados porque de tanto correr les entraba el hambre. Eran caníbales pero eran bellos. Les brillaban los ojos y la piel. La tenían suave y tostada. También les brillaban los mocos, porque en la playa les salían mocos a borbotones, pero al final todo se lo llevaba el agua. Lo hacía a lametazos tranquilos y tibios… Digamos que era una sensación agradable. A veces, la muy tímida, se echaba para atrás, se retiraba y ellos, como locos, iban a buscarla. ¡Tonto el último!- decían, dando brincos, porque si se demoraban un poco se les quemaba la planta de los pies.
Hasta que llegó uno con un cubo. Luego llegó otro. Y otro. Y juntos, empezaron a cavar hoyos. Al principio lo hacían con las manos, luego sirviéndose de palas y rastrillos. Levantaron murallas aquí y allá. Y en cuanto las derribaba el agua, ellos volvían a empezar, pero en vez de echarse atrás, las hacían más gruesas. Luego, llegaron los túneles y las torres. Eran castillos que con el tiempo se hicieron más y más grandes. Y también más estables. Hasta que llegó el día en que aquellos castillos se impusieron al resto. Se lo comieron… Porque habían cambiado de juego, aunque el objetivo era el mismo: lo importante era llegar el primero.

Andrea Valdes.

http://www.mcfly-hayalguienencasa.blogspot.com/

Ilustración de Pedrol

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